Cuando en su obra El segundo sexo (1949), Simone de Beauvoir crea su poderosa frase “no se nace mujer, se llega a serlo”, inspira a mujeres que, como yo, hasta hace un par de años, sin nacer feministas, llegamos a serlo. Y fue porque, en la tarea de luchar por construir un mundo diferente, ser feminista, es una de las opciones más potentes. El espacio de El Rincón de Apolonia, en el programa radial de Encuentros Pedagógicos del equipo de Renovación Magisterial , ha intentado contribuir, desde lo político, que es también pedagógico, al necesario llamado a cuestionar las formas en las cuales sentimos y significamos el mundo, dado que estas han sido construcciones directas de la cultura machista y patriarcal, por lo que en este segmento se ha asumido la tarea de hacer una reivindicación de las historias de mujeres colombianas que han abierto caminos de luchas y resistencias; este tipo de reflexiones, han llevado a develar que los debates sobre esa cultura machista y patriarcal, en muchos espacios, simplemente no existen; y, en muchos otros, levanta ampolla, molesta, incomoda, incluso, duele. Abordar el complejo y dinámico universo del enfoque de género y de los feminismos (así, en plural), no sólo se ubica en el mundo académico; inicia desde los espacios de interacción más cotidianos, porque, como enunció Carol Hanish desde 1969, en el ensayo que lleva este título, “lo personal es político”.
En la pluralidad de los feminismos, existen diferentes matices; desde aquellos que sitúan el espacio de sus reivindicaciones desde el privilegio de clase (la lucha por el derecho al voto, o la histórica presencia de las mujeres en la vida universitaria o académica en el caso colombiano, por ejemplo), hasta aquellos que nacen de la plena resistencia (como el caso del movimiento de las mujeres zapatistas, en México); pasando por tendencias radicales (colectivos y organizaciones de mujeres que trabajan, exclusivamente en la plena reivindicación de los derechos de las mujeres visualizando al hombre como la antítesis de esa reivindicación), hasta aquellas que intentan ubicar la discusión, asumiendo que la resignificación del mundo requiere de la mirada y la experiencia de vida de las mujeres, que ahí está la tarea revolucionaria de la búsqueda de la igualdad (incluso, ir más allá, por el tejido de la comunidad), y, por tanto, es tarea de hombres y mujeres en corresponsabilidad. Sobre esta última apuesta, se sitúa la mirada feminista que este artículo quiere compartir.
La cultura machista y patriarcal: ¿Mito o Realidad?
Siguiendo a Julieta Paredes y a Adriana Guzmán (2016), el machismo hace referencia a una conducta encarnada en la histórica asignación de roles de acuerdo con el sexo biológico que, dicho sea de paso, sólo se asume en perspectiva binaria, cuando los mismos estudios científicos han demostrado suficientemente la existencia del sexo intersexual. Mientras que el patriarcado “no es un sistema más, sino el sistema de todas las opresiones y que opera articulando estas opresiones sobre el cuerpo de las mujeres y desde estos cuerpos las reproduce en la humanidad y la naturaleza, justificando las guerras, la violencia y la depredación de la naturaleza” (58). Por ello, tanto el machismo como el patriarcado se complementan y no basta con que los hombres cuestionen y transformen el machismo asumiendo ciertas tareas que, culturalmente, han sido impuestas a las mujeres (especialmente tareas domésticas), sino se avanza en la problematización y la lucha por acabar el patriarcado, sedimentado en cada uno de los espacios políticos, económicos y socioculturales en los que vivimos.
Quienes asumen que las prácticas machistas y el sistema patriarcal son mitos, que no existen, es porque ni siquiera desde las formas en que nombran el mundo, sedimentadas en los entramados culturales abordan la posibilidad de dar el lugar de enunciación a quienes históricamente, o bien no hemos existido, o bien hemos sido narradas de manera secundaria, como esposas, amantes, cocineras, enfermeras, histéricas, locas, y un largo etcétera, que nos despoja del protagonismo y liderazgo central que, en muchas ocasiones ha sido nuestro, de las mujeres. Esta apuesta de feminismo es plena acción política porque “hemos aprendido que además de luchar por el territorio, además de luchar en las calles, hay que luchar en el territorio de las palabras, hay que disputar la hegemonía de los sentidos y significados del pensamiento eurocéntrico” (43). Pensamiento que, no sale de sobra recordar, es absolutamente machista y patriarcal.
El machismo y el patriarcado, ¿matan?
Asumiendo que la cultura machista y patriarcal existe, vive desde las formas del lenguaje que usamos, se extiende en la romantización de cada uno de los roles que asumimos y se fortalece en toda esa interacción cotidiana, encontramos uno de los eslabones más dramáticos de los dispositivos que dicha cultura usa para imponerse: el uso de la violencia y el maltrato en todas sus formas que va de la mano con la herencia colonial de absoluta imposición religiosa por cuenta de la tradición de occidente. Las mujeres tenemos una vida prestada porque somos en tanto otros nos representan: desde el orden de los apellidos, que es herencia del padre o del esposo; desde la negación del disfrute pleno de la sexualidad por representar un ideal virtuoso; desde el ideal de realización de ser mujer solamente con la maternidad; desde la imposición del espacio privado como único lugar de existencia. Cuando todo ello de alguna manera es cuestionado y desafiado, las formas violentas aparecen como mecanismo represor que intenta retornar al estado inicial, ese estado naturalizado, ese que aparece como dado. Ciertas ganancias históricas del denominado feminismo liberal-burgués han sido toleradas porque justamente inciden en el fortalecimiento del sistema de explotación y desigualdad patriarcal en que vivimos. Pero, si emergen feminismos que intentan nunca convivir, sino destruir ese sistema, sólo queda la opción de eliminar en todo sentido (simbólicamente, físicamente, emocionalmente) a quien encare esa lucha.
Por eso, no hace falta ser feminista para afirmar con toda convicción que el machismo y el patriarcado matan, tanto en sentido literal (véanse, para no ir más lejos, las dramáticas cifras de feminicidios en lo que lleva el aislamiento obligatorio, por cuenta del COVID-19, no sólo en Colombia, sino en América Latina e incluso en el resto del mundo), como en sentido figurado (con el imaginario que se asume como chiste sobre la mujer histérica; la mujer loca; la mujer vulgar; la mujer con poca o nula inteligencia; la burla y ridiculización frente al uso del lenguaje incluyente; el desconocimiento de las dobles o triples jornadas laborales que cumplimos las mujeres por cuenta de las tareas del hogar; la subestimación del liderazgo de las mujeres en campos políticos, económicos, culturales, incluso en los espacios sindicales que, bajo la clásica consigna de la “lucha de clases”, en la mayoría de los casos, evaden y no asumen de manera rigurosa la implementación de las miradas feministas -no femeninas- en el desarrollo e impacto de su labor). Las mujeres morimos en cada una que es maltratada, estigmatizada, perseguida, burlada, ridiculizada, violada, invisibilizada, encerrada, desaparecida, asesinada; pero revivimos en cada una de esas que no temen, hablan, se imponen, lideran, crean, disfrutan, hallan sus formas de vida no siempre en compañía (ya sea homosexual o heterosexual), no siempre maternando. En ese encuentro entre las que ya se fueron y las que quedamos, que no es de simpatía, sino de solidaridad, empieza la sororidad. Sobre ese poderoso concepto de sororidad y, en general, sobre el fascinante campo del enfoque de género y los feminismos, este artículo apenas abre una línea de debate que, por supuesto, seguiremos trabajando.
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(Enlace articulo Nueva Gaceta)