(…) el régimen nazi cerró clínicas de planificación familiar, declaró el aborto como un crimen contra el Estado, obligó a huir de Alemania a feministas relevantes de la época y asesinó a varias en campos de concentración. Incluso los nazis tuvieron un campo dedicado a las mujeres, el 80% de las cuales eran presas políticas. Fueron sometidas a trabajos forzados, torturas, violaciones y experimentos. Que no nos engañen: el feminismo es completamente opuesto al nazismo.
(Gloria Steinem)
En 1992 Rush Limbaugh, periodista conservador estadounidense, publicó un libro titulado Cómo deberían ser las cosas; allí acusaba a las mujeres que defendían el derecho al aborto de perpetradoras de un nuevo holocausto en tanto agenciaban una nueva forma de exterminio, catalogándolas con un término que Tom Hazlett, amigo suyo y profesor de economía en la Universidad de California, había empleado antes en uno de sus ensayos para referir a cualquier mujer que, según él, resultara “intolerante”: feminazi. Si se hace análisis literal, el título de ese libro, de entrada, da la pista del lugar desde el que se escribe, se piensa el mundo y, por supuesto, la posición de la mujer en esas apuestas.
La década del noventa es el escenario del denominado nuevo orden mundial; esas tres palabras marcan una nueva fase del sistema patriarcal en todo el mundo y bajo la premisa de el fin de la historia el contexto de la globalización marca el cambio de siglo. La sociedad en red, pese a las nefastas pretensiones de homogeneización, deja resquicios abiertos para pensar y sentir desde el Sur, lo subalterno, lo diferente, lo resistente. Ese Sur regala nuevos aires a las luchas feministas que ya contaban con importantes caminos de luchas y reivindicaciones que demostraban que las “cosas” después de todo, no “deberían ser” al estilo de Limbaugh, de Hazlett, de la mirada conservadora estadounidense, del proyecto machista y patriarcal extendida en todas las latitudes. Y, en esa perspectiva, las luchas por las plenas libertades de sus mujeres, en sus cuerpos e identidades, halló nuevas posibilidades.
Desde el feminismo que practico y defiendo, ha sido reiterada la reflexión en torno a la intencionalidad política del lenguaje en sus amplias dimensiones. El término feminazi sí que requiere de esa reflexión, en tanto está sustentado en dos dimensiones que incluso desbordan las intenciones que dieron su origen: Por un lado, una postura ideológica que cataloga al feminismo (para empezar, en singular) como la apología a la maldad y la agresividad (es decir, defendiendo una idea virtuosa de lo que implica ser mujer) e intentando anular las potencias y ganancias históricas de los feminismos asemejando sus demandas con una doctrina ideológica como la del nazismo (por ejemplo, cuando se demanda la decisión plena y exclusiva de la mujer sobre su cuerpo, lo que exige la maternidad como proyecto y posibilidad, no como imposición; o cuando desde su soberana corporeidad asume su sexualidad fuera del peso de la cultura machista y patriarcal). Por otro lado, la intención de perpetuar el “orden” histórico que da existencia a las mujeres, en función de los deseos y utilidades que impongan la cultura machista y patriarcal; de ahí que feminazi, también refiere a mujeres calificadas por esa misma cultura como brujas (claramente articulado con la herencia colonial); locas (estado mental que, a lo largo de la historia, ha confinado mujeres rebeldes, inteligentes, valientes); malcogidas (con lo que el falocentrismo se hace presente asumiendo que la sexualidad de las mujeres existe dependiendo del pene, órgano sexual masculino); feas o descuidadas (desde el imaginario del patriarcado consumista de lo considerado como belleza). Así, es claro que no es cuestión de ligerezas, sátiras y jocosidades el uso de ese término, sino un claro empeño por minimizar, ridiculizar, relegar y anular las ganancias y luchas de las mujeres, de los proyectos feministas, desde una mirada histórica.
Desde las orillas del patriarcado y el machismo existe también el uso de ese término, aunque sin mencionarlo explícitamente, por lo menos, en dos casos: El primero, cuando las organizaciones de mujeres y los movimientos feministas son asumidos como un sector, un problema, un tema, una minoría, está claramente definida la intención de invisibilizar la potencia de lo que esas mujeres han ganado y el camino que otras seguimos abriendo. Se desconoce su trayectoria como movimiento social. No se trata de que nos den “permiso” para participar; se trata de que es un hecho nuestra capacidad de decisión y liderazgo. El segundo, cuando se acusa a los feminismos, movimientos y organizaciones de mujeres de abogar por la persecución y supresión de los hombres, cuando de lo que se trata es de luchar contra el patriarcado, cuyo sistema deja también como víctimas a los hombres. Esto no quita el hecho de que ese patriarcado ha descargado sus formas más marcadas, agresivas e infames, contra las mujeres.
Sin duda, semejar todo un entramado histórico de proyectos, luchas, reivindicaciones y retos de las mujeres y de los feminismos con el nazismo es un peligro latente. No estamos hablando de una doctrina que haga parte del “pasado” narrado en los libros de texto fundamentados en la historia oficial como algo que “ya pasó”, cuando el ascenso de movimientos, líneas políticas y liderazgos que se inscriben en sus postulados ganan terreno en el mundo de hoy. La defensa de la vida, esa que es deseada, proyectada, decidida, poderosa en todas sus formas, es el terreno desde el que se abonan las luchas de las mujeres, sus movimientos y los feminismos. Esa vida se opone a la depredación y al consumo neoliberal; al control de las libertades para que las mujeres decidan sobre ellas mismas. Las juntanzas son una realidad; el mundo, desde la mirada, la voz y la acción de las mujeres, no fue, ni es, ni será igual.
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(Enlace articulo Nueva Gaceta)