Un debate sacude otra vez al sector salud: el de la reglamentación de productos biotecnológicos y biosimilares.
No es una discusión cualquiera, pues involucra no solo la forma como se introducirán al mercado estas herramientas terapéuticas de última generación, sino también la seguridad de los pacientes y su impacto en las finanzas del sistema de salud.
Quizás es necesaria aquí una explicación científica. Los medicamentos biotecnológicos se derivan de organismos vivos (desde células normales o genéticamente modificadas hasta fluidos y tejidos) y tienen una compleja estructura molecular. Sus características los ubican a la cabeza de los tratamientos eficaces contra múltiples males, incluidos varios tipos de cáncer y enfermedades degenerativas.
Eso explica el crecimiento de este mercado. Mientras hace diez años, por ejemplo, el país solo conocía una decena de ellos, hoy se cuenta con cerca de 200. Aunque la cifra es pequeña comparada con los 20.000 registros de medicamentos convencionales vigentes, aquellos mueven cifras astronómicas.
Durante el primer semestre de este año, ese grupo le costó al país el 20 por ciento de los 8 billones de pesos que representa el gasto farmacéutico total. Por eso, no es descabellada la propuesta de regular esta materia.
Desde abril del 2012, el Ministerio de Salud ha trabajado en cinco borradores de decreto, que han sido ampliamente discutidos. Sobre ellos, adeptos y detractores, nacionales y extranjeros, se han pronunciado.
Pero el último borrador ha hecho subir el tono de la discusión por la llamada ruta abreviada. Para entender esto, es necesario abordar otro debate: el de los medicamentos biosimilares.
El hecho de que los biotecnológicos se obtengan de organismos vivos impide hacer copias exactas de ellos; esa es la razón de los biosimilares, que, si bien no son iguales a los originales, tienen un perfil de eficacia clínica y seguridad similar. Ahí está el problema: siempre que un innovador quiere introducir un medicamento original al mercado debe demostrar sus beneficios con evidencia clínica, obtenida a través de estudios.
Los fabricantes de los biosimilares sostienen que, como los suyos son parecidos a los originales, pueden probar su eficacia y seguridad sin presentar todos los estudios de los innovadores, lo que les permitiría registrarlos y ofrecerlos a precios más bajos. Esta ruta abreviada, mecanismo propuesto por el Ministerio en el borrador, es inaceptable para los innovadores, pero bienvenida para los otros productores.
Los primeros argumentan que los biosimilares no son de igual calidad, y los segundos la defienden a rajatabla. Aunque ambos respaldan lo dicho técnicamente, lo cierto es que en el fondo hay una pelea por quién se queda con la tajada más grande de este floreciente mercado.
Nadie, empezando por las autoridades del sector, puede dejarse enredar. Es indispensable que este debate se dirima científicamente, con expertos independientes, empezando por los miembros de la Comisión Revisora de Medicamentos, y con el foco puesto en la seguridad de los pacientes.
Esa es su responsabilidad suprema. No se puede caer en el absolutismo de decir que todos los biosimilares son malos o que solo los originales son buenos. El país merece contar con fármacos modernos, de buena calidad, seguros y que no revienten las finanzas del sector. La reglamentación definitiva debe responder a estas premisas y no a intereses particulares