Los problemas económicos y la presión laboral han llevado a más de un profesor a episodios de depresión y a ser internados en sanatorios.
Mayo de 2014. Cajicá, Cundinamarca. El profesor Alfredo Suárez* mira un punto fijo en la pared, sentado en la alfombra de su casa. Su hijo de siete años le habla y él no escucha; los antidepresivos no han hecho efecto. A sus cuarenta años ha concluido que ser un buen maestro implica dejar a la familia, pelear en estrados judiciales para mantener su trabajo y sacrificar algo de cordura.
Estas ideas parecían absurdas cuando entró a estudiar Licenciatura en Química en la Universidad Distrital Francisco José de Caldas, durante el segundo semestre de 1997. Mantenía la ilusión de aprender biología, física, ciencias naturales. Ser un maestro integral. “Pero no fue así, no hubo un aprendizaje completo y me dolió que quitaran del currículo académico asignaturas relacionadas con biología. Fueron cinco años de estudio en los que se fue desilusionando.
Cuando se graduó, pasaron ocho meses para que lo llamaran de un trabajo, “ofrecían menos de un salario mínimo por ser profesor de química, literatura, religión y educación física”. En 2002 aceptó un contrato por cincuenta días en el que él debía asumir los gastos de la EPS, cotizar la pensión y esperar cada dos meses para que le renovaran el contrato.
Luego fue seleccionado para dictar clases en un colegio de la provincia de Sabana Centro, lejos de Bogotá: “Mira, no puedo nombrar el municipio exacto por cuestiones de amenazas. Cuando llegué había problemas de paramilitarismo, la gente era muy hostil, muy bélica. Para mí fue una bofetada ver cómo los padres me amenazaban, me mentaban la madre cuando se les daba la gana; allá el maestro no es nadie. No protestaba porque sabía de antemano que las bacrim estaban por ahí escondidas”.
Con el tiempo Alfredo tuvo inconvenientes con los rectores, que recargaron su horario de trabajo, redujeron sus descansos y lo enviaron a dar clases en lugares donde terminaban apiñados hasta 55 alumnos. Cuando hizo públicas sus críticas, comenzó a correr el rumor de que sería trasladado.
“El drama se complicó. Yo venía muy mal de salud y empecé a sentir mucha ansiedad. Todo el mundo se convirtió en mi enemigo porque me di cuenta de que algunos profesores me grababan cuando yo hablaba mal del colegio y luego le mostraban a la rectora. Mi psiquiatra dijo que no daba más, la depresión me tiró al piso, me quitó las ganas de vivir”.
Problemas de salud mental
De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), el ‘síndrome de burnout’, también conocido como ‘malestar docente’, es una de las causas más frecuentes que llevan al fracaso profesional de los docentes. Un estudio que arroja luces sobre el problema en Colombia es el que realizaron Zamanda Correa, Isabel Muñoz y Andrés Chaparro para la Universidad del Cauca y que fue publicado en 2010.
Después de estudiar a 44 profesores de dos universidades de Popayán, entre los 20 y 40 años “se encontró una frecuencia del 9% de alta despersonalización”, es decir, estos docentes desarrollaron actitudes negativas y de insensibilidad hacia sus alumnos; además presentaron “frecuencias del 16% y del 9% de altas consecuencias físicas y sociales, respectivamente”. Las razones de estos resultados, según los investigadores, fueron estrés laboral, largas jornadas de trabajo y aburrimiento por la rutina personal y académica.
En otro estudio, presentado por Katty Collantín Cardona, estudiante de comunicación social de la Fundación Universitaria Luis Amigó en Medellín, se evidencia como el “estrés laboral” termina en la más profunda de las depresiones. Collantín narra la historia del profesor Víctor, quien terminó internado en un hospital psiquiátrico: “Transcurrido el primer mes, Víctor conoció a otra profesora, Domitila Angulo, quien llevaba un año recluida en esta clínica. La maestra venía remitida del municipio de El Bagre (Antioquia) y murió tras mezclar medicamentos con licor y otras cosas”.
Otro profesor, Alberto Muñoz, le confesó a la estudiante que luego de “25 años de trabajar como docente, sentía ansiedad y decía que estaba amenazado, que lo iban a matar. Un día salió desnudo por toda la calle, gritando y corriendo. Terminó arrestado”.
Francisco Cajiao, exsecretario de Educación de Bogotá y experto en pedagogía, cree que “algunas depresiones pueden ser independientes a la formación docente. En el caso del profesor Alfredo Suárez, es innegable que los factores ambientales fueron detonantes. Hay situaciones en el entorno laboral que se vuelven insoportables, y si tienes baja autoestima, la enfermedad se desborda. En estos casos el papel de los rectores es definitivo, porque garantiza que el colegio tenga una buena convivencia”.
A las enfermedades laborales se unen más preocupaciones, como la ausencia de un salario digno, la baja calidad educativa, la dificultad de acceder a la educación superior y la falta de incentivos para adelantar proyectos de investigación, como lo demostró un estudio que publicó la Fundación Compartir a comienzos de este año. En Colombia, un docente gana menos que un profesional asalariado. Mientras que un profesor devenga aproximadamente $1’517.220 mensualmente, un profesional recibe cerca de $2’678.638.
Lo triste es que la batalla contra los complejos psicológicos de los maestros se mantiene en silencio por mucho tiempo y se padece en soledad.
* Nombre cambiado para proteger a la fuente.