Editorial.
Persiste el alboroto por el cambio de gabinete y la terna para el próximo Fiscal. En principio, en aras de ampliar el respaldo al proceso de paz y de preparar las nuevas tareas de gobierno a que daría lugar su culminación, podrían parecer lógicos ciertos reemplazos e inevitable la algazara. Lamentablemente, no ha sido así. No es de poca monta que el presidente haya resuelto incluir a Néstor Humberto Martínez en la terna para la designación del nuevo Fiscal General, dada su cercanía con el vicepresidente y habida cuenta del papel de semejante herramienta institucional, sobre todo con vistas al período que seguiría a la firma de los acuerdos de paz. Si se trataba de propiciar dichas rúbricas y de asegurar, acto seguido, el cumplimiento de los compromisos de la paz, tampoco aparece muy lógico el sesgo favorable a Vargas Lleras que finalmente tuvieron los relevos ministeriales. Porque el acercamiento de hecho, de vieja data pero acentuado en las pasadas elecciones, del vicepresidente y aspirante presidencial a las posiciones del uribismo extremo no augura muy buen suceso en cuanto al respaldo al proceso de paz.
Por todo lo anterior, el liberalismo ha manifestado, de nuevo, su aguda contrariedad. Sobre todo porque la actividad de Vargas Lleras como aspirante a la presidencia se sigue desplegando sin cortapisas (hasta en una reunión oficial del alcalde de Barranquilla, Char, hubo vivas al candidato). En vista de ello, el presidente del liberalismo, Horacio Serpa, con la frase del abuelo del vicepresidente, “Al agua patos”, reclama justamente que tal proselitismo por la presidencia de la república en el 2018 proceda en consecuencia pero que no se siga haciendo al amparo y con las prerrogativas de la investidura vicepresidencial ni con los recursos del Estado.
Y, por otro lado, ante la inclusión de Jorge Londoño en el gabinete de recambio, la mayoría de la Tendencia Progresista ha declarado que esta fuerza integrante de la Alianza Verde no se siente representada en esa designación debido a los fuertes reparos y contradicciones que mantiene con la política económica y social de la administración Santos. El Polo, a su vez, insistió en que no lo representa la nueva ministra Clara López Obregón, hasta la víspera presidenta de esa colectividad, y que su participación en el gobierno de Juan Manuel Santos se efectúa a título personal. Es decir, que lo actuado por el gobierno en este episodio arroja un balance más bien lánguido y constituye, para los sectores democráticos, fuente de nuevas preocupaciones.
Pero los peores sucesos recientes en el enrevesado cuadro de la situación colombiana, de signo antagónico al proceso de negociaciones de paz de La Habana, han sido sin duda alguna el paro armado del 31 de marzo y 1º de abril pasados, y la marcha uribista del día siguiente. No sólo por su sangriento saldo y la perturbación de la tranquilidad pública en ocho departamentos, amén de la sensación de desprotección e indolencia del Estado de muchas de las poblaciones intimidadas en los 36 municipios afectados, sino por el sombrío mensaje que arrojó sobre el país. A saber: que la trágica mezcla de política y armas se reafirmó de modo tan brutal como explícito en la combinación del paro violento con la marcha del uribismo, puesto que el primero llamó abiertamente al respaldo de la segunda, en tanto que Uribe ni condenó el paro ni rechazó el beligerante espaldarazo. Además: que quedó muy patente la determinación de tan oscura juntura de oponerse por todos los medios, políticos y armados, al buen suceso de las negociaciones de paz. Y que, como remate, revela que a sus artífices, lejos de preocuparles que la combinación de sus acciones y la identidad de sus propósitos haya quedado en evidencia de golpe y porrazo ante la opinión pública, más bien les satisface haber notificado a Colombia de su ánimo belicoso y resuelta oposición a la paz.
No hay que perder de vista que el ex presidente Uribe planteó hace poco al gobierno “un acuerdo político y de Estado” con su facción política antes de que se firmaran los acuerdos de paz con las Farc. Lo cual fue reforzado después con la seguidilla paro armado/marcha uribista, que configuraría un “argumento” en pro de su exigencia ─muy en línea con la más clásica tradición de combinación de todas las formas de lucha por la extrema derecha colombiana─, de que no habrá paz sin el uribismo a bordo. Ante esto, conviene puntualizar que el fundamental objetivo de la paz, el de desterrar de la política el uso de las armas, amerita ciertamente acuerdos del Estado ─en el momento y con el contenido adecuados─ con aquellas causas políticas que cuentan con huestes ilegales de efectivos con fusiles, tanto ultraderechistas como extremoizquierdistas. Pero esto no puede significar que a tales causas se les otorgue estatus de fuerza codirigente del Estado ni mucho que se les permita erigirse en árbitros de las negociaciones de paz, definiendo con quién se negocia y con quién no, en qué condiciones y sobre cuáles puntos. Y es lógico que el gobierno rechace cualquier entendimiento bajo la presión de paros armados o de la persistencia de la execrable práctica del secuestro.
La tarea principal de la democracia colombiana hoy reside en rodear y respaldar la culminación del proceso de paz y, enseguida, en movilizar el mayor número posible de colombianos en apoyo al plebiscito o a cualquier otro procedimiento refrendatorio que plasme el respaldo del pueblo. Urge, circunscrita a los asuntos definidos por la agenda Gobierno-Farc, la pronta conclusión de las negociaciones de La Habana, lo más pronto que sea posible, con la firma de los acuerdos de paz. La pura y simple paz, sin añadiduras condicionantes que, aunque justas y necesarias en relación con la democracia y las reivindicaciones sociales, en la situación actual del balance de fuerzas hoy existente en Colombia, sólo propiciarían la dilación de las negociaciones y acaso la postergación indefinida de los acuerdos de paz.
Dado que las Farc han sido durante décadas la fuerza principal de las filas insurgentes en el país, la firma de los acuerdos de paz como fruto de las negociaciones de La Habana sería un enorme paso adelante hacia la consecución de una paz plena y permanente en Colombia. El valor o la gran trascendencia le viene a la paz, en primer lugar, del hecho de que con ella se superaría el mayor obstáculo de la democratización colombiana: la utilización de la violencia como un instrumento permanente de la lucha política para dirimir conflictos y asegurar el predominio territorial y social. Invaluable ventaja implicaría para las fuerzas democráticas y progresistas del país poder librar su lucha ya sin el enorme peso negativo de los efectos de la violencia política: el alto número de muertes, lesionados y víctimas del desplazamiento, la merma del PIB, la criminalización de la protesta social y la actividad sindical y política, la funesta identificación de las corrientes de izquierda, del marxismo y de la revolución por amplios sectores sociales, con la violencia, los secuestros, el terrorismo y el narcotráfico, cuya regresiva consecuencia consistió en rezagar a Colombia de la saludable oleada de los Vientos del Sur, que generó gobiernos democráticos en varios países latinoamericanos.
En segundo término, el empleo de las herramientas de la democracia (derechos, libertades y garantías) en una Colombia en paz, así estas sean precarias o recortadas, como la lucha por su plena realización, permitiría elevar la lucha por las grandes transformaciones a un plano superior: más eficaz y rápida en cuanto a sus resultados y a sus tiempos.
Ante la renuencia del gobierno a llamar por su nombre a los peligros de la hora ─dado el resquemor previsible en ciertos círculos castrenses y policiales─, el país democrático debe exigirle al presidente Santos, más allá de precisiones semánticas, las acciones de gobierno consecuentes con la necesaria respuesta del Estado de derecho frente a la mayor amenaza actual de Colombia: el recrudecimiento del paramilitarismo con causa política.
El respaldo de la clase obrera y del pueblo al proceso de paz puesto en marcha por el gobierno no implica en modo alguno pasividad o silencio frente a sus medidas antipopulares, antinacionales y contra el medio ambiente. El incumplimiento de los compromisos del presidente Santos con el movimiento sindical, el escamoteo del salario mínimo, el reciente decreto que otorga luz verde a la tercerización laboral, la venta de Isagén y otras privatizaciones anunciadas, el regresivo proyecto de reforma tributaria, como la licencia inicialmente otorgada para la explotación minera en La Macarena, al igual que la ineficacia frente a la corrupción rampante en la alimentación escolar y ante las dramáticas consecuencias de la privatización de la salud, y otras medidas similares, de inconfundible cuño neoliberal, han ocasionado masivas protestas de las centrales obreras, numerosas organizaciones sociales y fuerzas políticas contra la política del gobierno. Y continuarán ocasionándolas en cuanto persistan las medidas contra el pueblo.
Lo que la situación presente sí exige de los trabajadores y la democracia colombiana es negarse de plano a hacerle el juego a la oposición uribista de extrema derecha que intenta aprovechar toda dificultad emergente en las negociaciones de paz, o las decisiones impopulares y los errores ciertos o inventados atribuidos al gobierno, para truncar o dilatar la firma de los acuerdos de paz por la vía de desacreditar la administración Santos. Tales intentos se intensificarán con la inminencia de la firma de los acuerdos. Por ello hay que fomentar el apoyo popular a un trámite legislativo expedito a los asuntos de la paz y la pronta adopción de medidas de gobierno que preparen las condiciones del cumplimiento de los acuerdos.
La complejidad del momento reside en que, aunque las acciones de los de abajo fluctúen, en aparente contrasentido, entre movilizaciones o expresiones de apoyo a las negociaciones para el cese de la violencia, y movilizaciones de inconformidad y de protesta, la clave o norte que puede guiar a buen puerto a la Colombia democrática, la orientación que puede preservarnos de yerros y extravíos en las vueltas y revueltas del camino, es el empeño por la consecución de la paz, de la pura y simple paz.
Bogotá, fines de abril de 2016
Editorial. La Bagatela.