Por: Paola Cervera Quintero
La informalidad en Colombia es una adversa injusticia que golpea a más del 60% de la población trabajadora del país. Esta alarmante cifra no es más que el reflejo de la formulación e implementación de políticas neoliberales que consienten la eliminación de las garantías laborales en los países de América Latina y que para el caso del país se reflejan, principalmente, en las leyes 50 de 1990, 789 de 2003 y 1429 de 2010, las cuales permiten a los empresarios flexibilizar las condiciones de contratación con la falsa premisa de que ellos generarán mayor inversión para fomentar el empleo y el crecimiento de la economía nacional.
Grave mentira que los gobiernos sostienen desde la apertura neoliberal y que apunta cada día a la generación de grandes riquezas para los empresarios, sin que esto represente la creación de puestos de empleo formales, pues la flexibilidad les permite subcontratar el proceso productivo, sin tener que responder por los cargos laborales a que tienen derecho los trabajadores. Esto, al final se resume en más ganancia para los dueños del capital y mayor pobreza para los trabajadores que lo único que pueden ofertar es su mano de obra, cada vez más barata.
Según el profesor Ricardo Bonilla de la Universidad Nacional de Colombia, hay aproximadamente 9 millones de trabajadores informales, de los cuales 2 millones corresponden al mundo rural: campesinos, minifundistas y jornaleros; y los 7 millones restantes se dividen en el sector comercial: tenderos, pequeños comerciantes y vendedores ambulantes; transportadores: conductores de buses, taxis, bicitaxis; personas en condición de deslaborización: contratados con Ordenes de Prestación de Servicios (OPS); los trabajadores familiares no remunerados que participan en el proceso productivo de sus famiempresas y las personas que ejercen labores de cuidado del hogar, que no son remuneradas por su labor.[Ric13]. Estas personas y sus familias afrontan a diario la dura lucha de buscar una salida económica para la reproducción de su vida; y es que las repercusiones de este sistema no solo las sienten las personas más vulnerables de la sociedad (como los capitalistas lo pintan), sino que es una realidad que afecta a todos.
¿Y qué nos queda a los jóvenes con este incierto panorama?, el capitalismo se ensaña en contra nuestra: no brindan oportunidades para que el recién graduado de bachillerato o universidad adquiera experiencia y, sin embargo, le exigen este requisito para su contratación y no existen adecuados empalmes para poder ingresar y permanecer en los puestos de trabajo; según el DANE el desempleo juvenil terminó el año 2014 con una tasa de 15,6%; cifra que muestra las dificultades que el sistema tiene para emplear los jóvenes, y las cuales siguen siendo más graves para las mujeres, pues entre las cifras de desempleo juvenil existe una brecha entre género: el desempleo en mujeres va en 19% respecto a la cifra en hombres que llega al 10%. (DANE, 2014).
El neoliberalismo empeora la situación cada vez más, busca que los jóvenes se formen poco para que desarrollen labores sencillas, sin que crezcan en el conocimiento y empoderamiento del oficio o profesión que desarrollan. El sistema necesita autómatas y para eso usa a los jóvenes, quiere fuerza de trabajo mal remunerada, maleable y consumista que engorde sus bolsillos. Todo esto con el visto bueno de los gobiernos que incentivan el desarrollo de carreras de corta duración y que permiten adrede el crecimiento de la informalidad en todas sus expresiones, mientras a nosotros nos muestran cifras ideales de resultados no palpables, lejanos a la realidad, a la del chico que vende dulces en una chaza, por ejemplo, a la de la joven que cose en un satélite sin prestaciones sociales, a la del profesional contratado por OPS, a la del jornalero de 20 años que carga plátanos en un puerto.