Tomado de El Espectador
Por: Cristina de la Torre.
Y no sólo la paz. También la democracia, el Estado de derecho y la posibilidad de avanzar en el posconflicto hacia una sociedad más justa y moderna. Se juega el modelo de país. Se decide entre seguir la guerra y regresar al régimen autoritario de Álvaro Uribe, ahora con ribetes de dictadura civil, o bien, se silencian los fusiles y se les abre una oportunidad a reformas largamente represadas, por cuya ausencia ocupa Colombia el segundo lugar del continente en desigualdad.
Ya se anticipan señales de lo que vendría si la suerte le sonríe al uribismo. José Obdulio Gaviria anuncia “juicio político criminal” contra el presidente Santos. Por Hora 20 de Caracol se sabe que ejércitos antirrestitución de tierras aceitan sus fierros contra los campesinos beneficiarios. La senadora Gómez, de aquel movimiento, anuncia que con el regreso del uribismo vendrá, “más temprano que tarde”, el fin de la prensa irresponsable. Y María Fernanda Cabal le pone a todo ello el colofón espiritual: “Agradecemos a Dios todopoderoso, al pueblo colombiano y al expresidente Uribe por no dejar caer la patria en manos del comunismo ateo. Amén”.
La radical polarización que proyectó esta campaña entre Santos y Uribe no es frivolidad. Desnuda una fractura de las élites que podría extenderse a la sociedad toda y poner en jaque a la democracia. Esta ruptura evoca la puja, a medias resuelta, entre el reformismo liberal de los años 30 y un conservadurismo a ultranza que bebió en la fuente del fascismo. Evoca también su desenlace en guerra civil, cuando al reformismo de López Pumarejo respondió la derecha con la Violencia. No sorprendería que la lid de medio siglo entre Estado e insurgencia derivara hoy en enfrentamiento entre hermanos.
Reprimida la llamada Revolución en Marcha, ahora parecen reanimarse puntales de aquella bifurcación ideológica de la política tradicional, en particular el de la tierra. Y van cristalizando, aún en los acuerdos de La Habana, de inconfundible cuño liberal. Intolerables para un hombre como Uribe, discípulo de Laureano Gómez, el conspicuo promotor de la Violencia, la espada en una mano, en la otra la cruz, para darle a la contienda impronta de guerra santa. Pero, además de encarnar la ideología de marras, funge Uribe como mentor esclarecido de la nueva Colombia que ha emergido al calor del narcotráfico. Protagonista de la crisis, potente motor de la guerra, la dinámica del narcotráfico es profundamente conservadora. Porque trafica con la muerte, se amanceba con los poderes más retardatarios, copta sus valores autoritarios y lidera una contrarreforma agraria a sangre y fuego.
Santos es el republicanismo liberal edificado sobre el clientelismo. Se aplica a la paz, reivindica a las víctimas, inicia la devolución de sus tierras. Pero su modelo económico desindustrializa y frustra el desarrollo. Su reforma tributaria es grosero tributo a los ricos. Santos es aleación de reformismo y neoliberalismo. Uribe encarna al viejo caudillo latinoamericano en clave populista. Inscribe su discurso en disyuntivas inapelables entre Dios-patria-guerra y comunismo terrorista. Encarna la alianza de terratenientes y poderes económicos del notablato regional. Y la nueva sociedad surgida del narcoparamilitarismo, con el que cogobernó.
Ya Colombia tuvo suficiente con la Violencia liberal-conservadora y con la guerra del último medio siglo. Es hora de acometer las reformas que vienen represadas, para que haya paz. Para que la disyuntiva jamás vuelva a plantearse entre democracia y dictadura. Y el primer paso será votar por Santos, el personero de la paz.