Suele decirse que Francia lleva mucho retraso, porque sólo ahora empieza a acoger los debates sobre el poscolonialismo y el subalternismo. La boga del multiculturalismo, la búsqueda de nuevos paradigmas en las ciencias sociales que se instalan en culturas demasiado tiempo aplastadas por Occidente, la provincialización de Europa: teorías populares, todas, tanto entre personas de la extrema izquierda como entre antropólogos y otros especialistas de regiones culturales. Pero Jean-Loup Amselle no se ha dejado llevar por este entusiasmo. Y sin embargo, este antropólogo especialista en África podría tener todos los motivos para abrazar es (no tan) nuevas teorías. Joven judío nacido durante la guerra en el seno de una familia atea, tenía “vergüenza de Francia, vergüenza de ser francés” (p- 54), lo que le llevó a comprometerse con la independencia de Argelia. El tercermundismo representaba una “opción de salida” para los miembros de su generación en aquel momento. Un tercermundismo descubierto en Los condenados de la tierra de Franz Fanon. Él optó por África, estimando que judíos y africanos pertenecían a comunidades de sufrimiento y llegando a sostener que los primeros estaban particularmente bien dispuestos para simpatizar con los segundos. Y el hecho de “no pertenecer a la religión o a la cultura dominante de su ‘propio país’ “ (p. 59) podría hacerlo muy apto para ser considerado como un sujeto tan poscolonial como un africano.
Ello es que Jean-Loup Amselle le da la vuelta al análisis del colonialismo de Hannah Arendt, y afirma que “las políticas de exclusión étnica y religiosa de los Estados español y francés […] tienen por consecuencia la ‘subalternización’ –señaladamente bajo el marbete de ‘marranos’— de segmentos enteros de sus poblaciones y que esa tecnología social ha sido luego exportada a las colonias”, y no al revés (p. 61).
Amselle lo tenía todo, así pues, para convertirse en el abanderado ideal del poscolonialismo y del subalternismo. Pero no ha sido en absoluto el caso. Todo su libro es una denuncia apasionada, sostenida en un imponente abanico de lecturas, de esas teorías. Las desmonta partiendo de su genealogía, haciéndolas remontar hasta la French Theory de los Foucault y los Derrida releídos por académicos norteamericanos. Edward Said, como es notorio, se sirvió de las teorías de Foucault sobre la relación entre saber y poder para denunciar el “orientalismo” y mostrar que existe un estrecho vínculo entre ciencia social e imperialismo y colonialismo. (No se priva Amselle de apuntar a la paradoja de que Foucault estuviera viviendo en Túnez cuando redactaba su tesis, sin manifestar jamás el menor interés por la cultura árabe que le rodeaba.) Pero Amselle reprocha sobre todo a Said –lo que va a constituir el núcleo de su argumentación— el haber construido un Oriente inmutable y “fetichizar, por simetría invertida, a Occidente” (p. 16). Lo cierto es que el libro de Amselle es un alegato apasionado y apasionante contra la construcción de categorías inmutables: África, la India, la China (él no la menciona, pero se puede añadir), que se construyen entonces en contraposición con un Occidente asimismo inmóvil y caracterizado por su voluntad de dominación colonial (intelectual y práctico-políticamente). A esos conceptos rígidamente fijados opone Amselle la importancia de los intercambios que siempre han existido entre las civilizaciones, y reintroduce la historia, lo cual, todo contado, no es banal para un antropólogo. “La cultura hindú es la resultante de múltiples intercambios que se produjeron entre ella y las culturas vecinas y menos vecinas en el curso de la historia” (p. 162). Cito lo que dice sobre la India, pero para él eso ocurre con todas las culturas, incluida la más “cerrada” de las culturas africanas.
Amselle muestra bien que, en su entusiasmo por denunciar al Occidente colonialista, los abanderados de las teorías subalternistas terminan defendiendo un esencialismo de las culturas africanas, indias y amerindias. Al negar el carácter híbrido que caracterizaba a esas culturas mucho antes del capitalismo, confluyen con los abanderados más tradicionales de la etnología colonial. Por ejemplo, poner la astrología como estandarte de la hinduidad es erigirla en esencia oponible a la ciencia occidental. Nuestro autor no es, empero, un positivista beato: “Por otro lado, presentarla como una mera superstición viene a hacer tarea imposible la de reconstruir el itinerario que, a partir de un hogar común, pudo conducir, por vías divergentes, a la producción de la ciencia ‘occidental’ en un caso y de una técnica adivinatoria ‘oriental, en el otro” (p. 163).
En su apasionado alegato contra la creación de categorías inmutables, la emprende contra la negativa de los subalternistas a tomar en cuenta la historia. “Al desconectar la historia de lo escrito –Mahmadou Diouf quiere recuperar una historia anterior al Estado y la escritura—, lo que hacen [los subalternistas africanos e indios] es negar la historia, no sólo la historia occidental”. Y eso, no sin recordar a la etnología colonialista más rancia de las sociedades del rechazo de la escritura, del rechazo de la historia, y por consiguiente, del rechazo del Estado” (p.164).
Todas esas consideraciones encontrarán un eco innegable en los especialistas en China. En efecto, si los teóricos chinos de la nueva izquierda o del neoconfucianismo moderno no se proclaman abiertamente partidarios del subalternismo, su tentativa de crear una ciencia social emancipada de la de Occidente y supuestamente fundada en los recursos de la “tradición” peca de la misma tendencia a crear categorías fijas rígidas. La “tradición china” es asimilada al confucianismo, una especie de pensamiento cerrado que habría estructurado el Imperio del centro durante dos milenios: de lo que se trataría es de “redescubrirlo”. Empresa tanto más absurda, cuanto que los nuevos hallazgos científicos muestran que en la época de su apogeo la cultura china se desarrolló en un ambiente de intensos intercambios entre China, India y el Asia Central.
Jean-Loup Amselle describe minuciosamente cómo esas teorías se han desarrollado concretamente en la historia. No se contenta con presentar una genealogía de esas ideas, sino que nos ofrece un análisis en profundidad de los lugares en donde se produjeron las teorías. Generosamente influido por el marxismo, Amselle está, en efecto, convencido de que las ideas son inseparables de las instituciones que las producen: nos lleva, para empezar, a Dakar en el apogeo del CODESRIA, dirigido desde su fundación en 1973 por Samir Amin, uno de los primeros en alzarse contra el eurocentrismo; nos hace seguir el itinerario de algunos de sus investigadores, como Paulin Hountondji, quien ha llevado tan lejos su crítica de las ciencias sociales impregnadas de colonialismo, que ha llegado a defender la idea de una “ciencia africana” (p. 79), avatar de la ciencia proletaria de Lysenko- Nos muestra también la deriva de determinados investigadores indios, los fundadores del subalternismo, que han terminado por confluir con el fundamentalismo hindú.
También se interesa por los trabajos de ciertos etnólogos de los países andinos, afanosos de reconstituir las “culturas indias”. En suma: esta obra es extremadamente rica, y muestra excelentemente las derivas de los movimientos postcolonialistas, subalternistas y postmodernistas que, so capa de oponerse a la categorización occidental de las culturas de los pueblo colonizados, terminan a menudo creando categorías rígidas que recuerdan a la más reaccionaria de las etnologías coloniales.
Una obra refrescante en estos tiempos de imperialismo de lo “políticamente correcto”.
Jean-Philippe Béja es un reconocido sinólogo francés, director del Centro de Estudios Francés sobre la China contemporánea en Hong Konk, entre 1993 y 1997.
Traducción para www.sinpermiso.info: Miguel de Puñoenrostro