Tomado de palabrasalmargen.com
Por: Andrés Felipe Parra Ayala
Los resultados de la primera vuelta de las elecciones presidenciales no son una sorpresa. La mayoría de las encuestas, que toman como muestra a la gente que no vive en Bogotá y no pasa su tiempo en las redes sociales, daban como ganador a Zuluaga o aseguraban un empate técnico. Las elecciones parlamentarias habían ya demostrado que el uribismo, aunque ha disminuido su fuerza electoral, sigue disputando el puesto de ser la principal fuerza política del país.
Los sectores progresistas de la sociedad siempre esperan una derrota del uribismo en las elecciones y siempre se llevan una sorpresa, como un baldado de agua fría. La razón es que hacen un mal diagnóstico del fenómeno uribista. Quienes no gustan de Uribe aseguran que él y sus partidarios son una secta que le lava el cerebro a la gente y que compran conciencias con tamales o que engañan bobos con propaganda. No hay duda de que el gobierno de Uribe estuvo atravesado de principio a fin por prácticas deshonestas, por violaciones de la ley nacional e internacional y por una política del todo vale. Pero eso no implica que el uribismo sea una tendencia política carente de ideas y de argumentos que lo compra todo con subsidios de familias en acción. Todo lo contrario: el sentido y la fuerza que el uribismo tiene en nuestro país radica en que tienen razones para justificar sus actuaciones y que, quienes son adeptos a su causa, entienden esas razones y son capaces de argumentar con ellas.
Esto permite entender por qué el escándalo del video de Andrés Sepúlveda no afectó a Zuluaga como muchos, más con el deseo que con la cabeza, esperábamos. El argumento uribista es que la amenaza terrorista es una situación en donde no pueden establecerse las distinciones éticas entre bueno y malo ni las legales entre legal e ilegal. El terrorismo es una situación sin ley y, como no hay ley, se puede y se debe hacer lo que sea necesario para establecerla, para llevar el Estado de Derecho a la selva, como sueña nuestro espíritu nacional con la sentencia de Santander que ligó para siempre ley con libertad.
Mientras duró la arremetida mediática contra Zuluaga por la difusión del video consulté con curiosidad a un conocido uribista para preguntar su opinión sobre los sucesos. Su reacción no fue la ira, ni el desespero, sino que con serenidad comparó a Sepúlveda y a Zuluaga con Julian Assange, el fundador de wikileaks que a través del espionaje ilegal filtra información sobre las actuaciones del gobierno de Estados Unidos en nombre de la libertad de expresión y la democracia. La comparación es absolutamente odiosa, comenzando porque Assange actúa contra la guerra y Zuluaga en pro de ella, pero permite mostrar que para los uribistas un escándalo no es realmente tal cosa porque todas las actuaciones de sus dirigentes son veniales comparadas con el escándalo que implica la situación terrorista y la existencia de las Farc. También muestra que el uribismo aprovecha inteligentemente la distancia que tienen los diálogos de paz con la gente del común
¿Si los escándalos con su vehemente reproducción mediática a gran escala no pueden derrotar al uribismo, qué puede hacerlo? La respuesta parece ser sencilla y predecible: la paz es la derrota del uribismo. Sin embargo, esto no es una respuesta. Más bien es una pregunta por el sentido y el significado de la paz.
Es allí donde el proyecto democrático de la izquierda y de los movimientos sociales se diferencia de la derecha. Para Santos la paz es la subsunción de los actores armados ilegales a la ley y al Estado de Derecho a través de concesiones punitivas y de participación política. Allí Santos no es muy distinto de Uribe: cambia sólo el medio (derrota militar o negociación) pero nunca el fin ni la idea que ambos tienen de la paz. Para los movimientos sociales, en cambio, la paz es sinónima de transformación y de cambios profundos. Para la izquierda y los movimientos sociales no se trata de invitar a la insurgencia a ser parte de la legalidad vigente, pues el estado de cosas actual hace parte del conflicto.
Por ello, y a primera vista, parecen estar en lo cierto quienes tras la publicación de los resultados electorales llaman al voto en blanco o a la abstención. La idea de un voto por Santos como voto por la paz es una frase sin contenido ya que “paz” significa cosas distintas: la paz de Santos es sólo un chance y una oportunidad para ampliar el repertorio de venta de los territorios colombianos a la gran minería y al modelo de la extracción. Votar por la paz de Santos sería, así, votar porque las locomotoras avancen en paz. La conexión entre votar por la paz y votar por Santos es, en consecuencia, nula e inexistente.
Pero este argumento que reprocha falta de consecuencia política a quienes llegasen a votar por Santos en segunda vuelta, aunque se base en algo cierto, en sí mismo es absolutamente superficial y profundamente equívoco. Quienes lo formulan asumen, igual que los uribistas que tanto dicen criticar y a los que tanto acusan de estupidez e ignorancia, que el proceso de paz y los diálogos de la Habana son santistas. Esto no es cierto porque la existencia del proceso de paz no implica la paz santista: el proceso de paz no es santista sino que es un escenario en donde hay dos ideas de la paz en disputa y en conflicto, en donde la izquierda debe recoger el aprendizaje de la campaña de Clara López y aprender a mostrarle al país que la paz pasa por superar los grandes problemas de segregación social y falta de oportunidades y, también, que estos grandes cambios no pueden llevarse a cabo sin una solución política del conflicto armado.
Es cierto que Santos no es garantía para la paz. De hecho, su idea del postconflicto confunde paz con silencio y con consenso. Pero la permanencia del proceso de la paz y de los diálogos de la Habana sí depende de que Zuluaga no gane la presidencia y de un plebiscito contra el uribismo que demuestre que la gran mayoría no quiere la guerra. Sobre todo cuando con ánimo triunfalista, el candidato ganador de la primera vuelta de los comicios aseguró que de ser presidente, suspendería los diálogos el mismo día de su posesión, lo que está autorizado a hacer jurídica y políticamente, si no es que las Farc se levantan de la mesa el 16 de junio.
La pregunta de si votar o no por Santos en la segunda vuelta no debe resolverse defendiendo o atacando la idea del menos peor. Lo que está en juego no son dos personas, sus ideas y cualidades morales, sino dos situaciones: una, la del proceso de paz y el acumulado que poco a poco ha venido construyendo la izquierda para afrontarlo y enfrentar a Santos y su idea de la paz, derrotándolo a través de las urnas, la movilización social y si es el caso, una asamblea nacional constituyente. Otra, la del fin del proceso de paz y el ascenso de un proyecto uribista envalentonado que haría de la solución militar un punto de no retorno. Por ello, aunque las personas sean iguales, las situaciones que se derivan de su elección sí son distintas. Una, es la apuesta por mantener una situación cercana a la solución política, la otra es el entierro de la posibilidad.
Por estas razones votaré contra Uribe en segunda vuelta, lo que implica que marcaré a Santos en el tarjetón. No soy capaz de anteponer de forma egoísta mi “dignidad”, mi “memoria” o mi satisfacción de sentirme consciente y consecuente políticamente a la apertura de las puertas de la victoria definitiva de la derecha para mi generación.